Je me souviens qu´un été récent, alors que je marchais une fois de plus dans la campagne, le mot joie, comme traverse parfois le ciel un oiseau que l´on n´attendait pas et que l´on n´identifie pas aussitôt, m´est passé par l´esprit et m´a donné, lui aussi, de l´étonnement. Je crois que d´abord, une rime est venue lui faire écho, le mot soie; non pas tout à fait arbitrairement, parce que le ciel d´été à ce mpment-là, brillant, léger et précieux comme il l´était, faisait penser à d´immenses bannières de soie qui auraient flotté au-dessus des arbres et des collines avec des reflets d´argent, tandis que les crapauds toujours invisibles faisaient s´élever du fossé profond, envahi de roseaux, des voix elles-mêmes, malgré leur force, comme argentées, lunaires. Ce fut un moment heureux; masi la rime avec joie n´était pas légitime pour autant.
Le mot lui-même, ce mot qui m´avais surpris, dont il me semblait que je ne comprenais plus bien le sens, était rond dans la bouche, comme un fruit; si je me mettais à rêver à son propos, je devais glisser de l´argent (la couleur du paysage où je marchais quand j´y avais pensé tout à coup) à l´or, et de l´heure du soir à celle de midi. Je revoyais des paysages des moissons en plein soleil; ce n´était pas assez; il ne fallait pas avoir peur de laisser agir le levain de la métamorphose. Chaque épi devenait un instrument de cuivre, le champ un orchestre de paille et de poussière dorée; il en jaillissait un éclat sonore que j´aurais voulu dire d´abord un incendie, mais non: ce ne pouvait être furieux, dévorant, ni même sauvage. (Il ne me venait pas à l´esprit d´images de plaisir, de volupté). J´essayais d´entendre mieux encore ce mot (dont on aurait presque dit qu´il me venait d´une langue étrangère, ou morte: la rondeur du fruit, l´or des blés, la jubilation d´un orchestre de cuivres, il y avait du vrai dans tout cela; mais il manquait l´essentiel: la plénitude, et pas seulement la plénitude (qui a quelque chose d´immobile, de clos, d´éternel), mais le souvenir ou le rêve d´un espace qui, bien que plein, bien que complet, ne cesserait, tranquillement, souverainement, de s´élargir, de s´ouvrir, à l´image d´un temple dont les colonnes (ne portant plus que l´air ainsi qu´on le voit aux ruines) s´écarteraient à l´nfini les unes des autres sans rompre leurs invisibles liens; ou du char d´Élie dont les roues grandiraient à la mesure des galaxies sans que leur essieu casse.
Ce mot presque oublié avait dû me revenir de telles hauteurs comme un écho extrêmement faible d´un immense orage heureux. Alors, à la naissance hivernale d´une autre année entre janvier et mars, à partir de lui, je me suis mis, non pas à réfléchir, mais à écouter et recueillir des signes, à dériver au fil des images; comprenant, ou m´assurant paresseusement, que je ne pouvais faire mieux, quitte à n´en revenir après coup que des fragments, même imparfaits et peu cohérents, tels, à quelques ratures près, que cette fin d´hiver me les avait apportés-loin du grand soleil entrevu.
Pensées sous les nuages, 1983
La palabra alegría
Me acuerdo que un reciente verano, cuando caminaba una vez más por el campo, la palabra alegría, como atraviesa a veces el cielo un pájaro que no se le esperaba y que uno no lo identifica enseguida, me pasó por el espíritu y me produjo también extrañeza. Creo que primero, una rima vino a hacerle eco, la palabra seda; no muy arbitrariamente, porque el cielo de verano en aquel momento, brillante, ligero y precioso como estaba, hacía que pensáramos en inmensas banderolas de seda que hubieran flotado por encima de los árboles y de las colinas con reflejos de plata, mientras que los sapos siempre invisibles hacían que se elevaran del foso profundo, invadido de cañaverales, unas voces, pese a su fuerza, como plateadas, lunáticas. Fue un momento dichoso; pero la rima con alegría no era legítima por ello.
La palabra por sí misma, esta palabra me había sorprendido, de la que me parecía que ya no comprendía bien el sentido, era redonda en la boca, como una fruta; si me pusiera a soñar a propósito de ella, debía deslizar de la plata (el color del paisaje por donde caminaba cuando en eso había pensado de pronto) al oro, y de la hora de la noche a la hora del mediodía. Volvía a ver de nuevo paisajes de mieses a pleno sol; no era suficiente; no había que tener miedo de dejar obrar el fermento de la metamorfosis. Cada espiga se convertía en un instrumento de cobre, el campo en una orquesta de paja y de polvareda dorada; de allí surgía un estallido sonoro que hubiera creído primero un incendio, pero no: no podía ser furiosa, devastadora, ni incluso salvaje.(Tampoco se me ocurrían imágenes de placer, de voluptuosidad.)
Intentaba oír aún mejor esta palabra (de la que casi se hubiera dicho que me venía de una lengua extranjera, o muerta: la redondez del fruto, el oro de los trigos, la jubilación de una orquesta de cobres, había verdad en todo esto; pero faltaba lo esencial: la plenitud, y no solamente la plenitud (que tiene algo de inmóvil, de hermético, de eterno), sino el recuerdo o el ensueño de un espacio que si bien lleno, completo, no cesaría, tranquilamente, soberanamente, de ensancharse, de abrirse, a la imagen de un templo cuyas columnas (no soportando más aire que aquel que se ve en las ruinas) se separarían al infinito unas de las otras sin romper sus invisibles ataduras; o del carro de Elías cuyas ruedas crecerían con la medida de las galaxias sin que se rompiera su eje.
Esta palabra casi olvidada me había debido volver de tales alturas como un eco extremadamente débil de una inmensa tormenta feliz. Entonces, en el nacimiento invernal de otro año, entre enero y marzo, a partir de ella, me he puesto a reflexionar, si no a escuchar y recoger señales, a divagar al hilo de las imágenes; comprendiendo, o asegurándome de manera perezosa, que no podía hacer otra cosa, a no ser retenerlas después como fragmentos, incluso imperfectos y poco coherentes, tales, con algunos retoques incluidos, como este fin de invierno me los había aportado- lejos del gran sol entrevisto.
Pensamientos bajo las nubes, 1983
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