Deambula de espaldas a la urbe, amparada por los últimos reductos inalterables de barrios periféricos, repletos de casas bajas colindantes e inseparables, enganchadas en el tren del olvido. Allí donde hay menos bullicio, donde el encuentro con su pasado sería improbable, por no decir imposible y aunque llegara a producirse alguna vez, sería unilateral el reconocimiento. Pero no camina, solo se limita a seguir mecánicamente el ritmo que su cabeza impone a sus miembros.
Viste con ropa aparentemente limpia, aunque heredada sin duda de aquellos que se deshacen de ella por aburrimiento, sobreabundancia o capricho. No son harapos, sin embargo es un ropaje ajeno a su personalidad pretérita.
Canturrea o habla siempre que toma asiento sola en alguna terraza, al tiempo que mueve compulsivamente la pierna entrecruzada. Se diría que se halla inmersa dentro de esta nueva urbe emergente, lejana al centro que ella tanto había transitado y disfrutado en otras épocas.
Respira, está en total libertad consigo misma, aunque se le entrecorta la respiración si al paso por esos andurriales o en una fortuita parada, se cruza con alguna amistad de su era dorada, como dorado era el teléfono de atender a sus clientes en la boutique que poseía, en una de las galerías más céntricas de la ciudad.
¿En dónde quedaron sus andares en escorzo, inclinando la cabeza hacia los otros? Aunque más bien eran revoloteos coquetos, atendiendo indistintamente a novio, amigo o amante…
No reconozco su silueta, ni sus andares, ni el movimiento compulsivo, frenético de su pierna pero, todavía menos, su usada y opaca vestimenta, su porte desaliñado, sus incomprensibles palabras, sus compulsivos gestos.
Deambula, viste, canturrea, habla, respira en este mundo existente para ella, invisible para los otros, rodeada e imbuida en una espesa niebla protectora que la convierte en extraña a si misma e inexistente a los ojos de los demás.
Deja una respuesta